Iba a decirlo, pero Hank se adelantó:
—Tengo que irme, tío.
La risa de Hank Christian. Se arremangó la pernera derecha por debajo de la rodilla. El músculo contraído de la pantorrilla, empujando el pedal de la bici, se veía blanco y frágil, parecía de cristal. Hank se caló el sombrero vaquero de paja hasta las orejas y luego arrancó, haciendo el payaso como si fuera a estrellarse. A media manzana se despidió sin mirar. Yo también me despedí. Al poco, Hank quedó reducido a un punto, un sombrero vaquero de paja, el sol sobre su ala, una ráfaga de viento y desapareció.
En lo alto de la escalera, bajo la ventana de la primera planta, la placa y el verso del poema de Auden.
«Si el afecto equivalente no es posible, que sea yo quien ame más.»
Frente al número 77 de Saint Mark’s Place, solo a las puertas del Cielo Homosexual, el 5 de mayo de 1989, lloré como lloran las mujeres mediterráneas de luto. Lloré tanto que tuve que sentarme en la acera. Tardé una eternidad, pero al final me calmé, me sorbí los mocos y levanté la vista y, en el asfalto, justo delante de mí, vi las zapatillas blancas nuevas de Hank.
Y allí estaba él, Hank Christian, pedaleando en la bicicleta, con su postura habitual. Patatas rojas en una palada de tierra. Sus ojos profundos, ojos que por su tez imaginarías azules pero no lo son, son negros. Bajo la nariz de línea romana, por encima de una mandíbula cuadrada con la barbilla partida, los dulces labios sonrientes de Hank.
Nunca dejó de asombrarme cómo podíamos mirarnos Hank y yo.
Hank clavó sus ojos en los míos con intención. Prolongó demasiado la mirada. Alguien que hace eso. Te revela quién eres. No aparté la vista. La mirada era larga porque Hank trataba de expresar algo importante que llevaba dentro. Su media sonrisa, en parte perpleja, en parte divertida, no terminaba de ser sonrisa, sencillamente Hank trataba de controlar la boca.
Le costó un poco, pero lo logró. Tan perfecto, tan propio de él. Dijo en voz alta:
—Yo te quise más.